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¿Será anemia lo que tiene El Hierro?

  • Claudia Álamo
  • hace 1 día
  • 5 Min. de lectura
claudia álamo el hierro columna
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En una isla pequeña en la que, para suerte o desventura tenemos ficha, a veces resulta complicado pronunciarse. Sin embargo, a lo largo de los años, basándonos en la observación, la propia experiencia y la seguridad de lo que se entrega y lo que se consume, una comienza a sentirse poco a poco más libre. Además, pretender pasar desapercibida cuando la profesión te expone continuamente y tu imagen es humildemente pública, me parece incluso un deber y una responsabilidad empezar a definirse. Por ello, escribo en esa libertad de expresión. Sobre todo, escribo desde ese derecho y pensando en cómo lo haría quien admiro. Escribo, incluso, siendo muy consciente de que es un arma de doble filo.


Pero ya digo, desde la serenidad y la transparencia, desde la reflexión y predisposición al diálogo. Soy Claudia Álamo Díaz y esta es mi primera columna, por lo que me gustaría comenzar agradeciendo profundamente este espacio a El Hierro Hoy.


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Como diría mi admirada Petit Lorena, actualmente disfrutamos y sufrimos simultáneamente el eventismo. No sabemos si tenemos ganas de mucho o de poco y si vemos la agenda repleta nos entra la misma sensación de euforia que de agobio.


Si pensamos en cómo está el mundo de patas arriba e incontables conflictos que solucionar, quizás muchos y muchas lectoras podrían sentir que esta reflexión es bastante superficial. Sin embargo, son fondos públicos lo que está en juego y eso, creo, nos compete a todos y todas. Pero, incluso dejando al margen el bolsillo, mi preocupación gira más en torno a un presente carente de aspiraciones y valores reales. Muchos planes, sí. Pero, ¿realmente existe un plan? ¿Qué es cultura y qué es ocio? ¿Quién programa? ¿Para qué público está dirigido? ¿Cuál es el objetivo? La sensación es que no hay nadie al volante.


Cuando mi municipio encarga un himno a la inteligencia artificial para homenajear a nuestra tradición más importante, más que preocuparme, me duele

Cuando observo que programar en nuestra isla es más una competición que un desafío y un trabajo de equipo, me inquieta. Cuando asumo que no hay un plan de trabajo, unas premisas o un eje por el que transitar, me ofende. Cuando no hay respeto por creadores y consumidores, me indigna. Cuando el contenido está vacío de significado y aparece descontextualizado, me remata. Es oferta y más oferta. Un Primark, un usar y tirar. Una camiseta a la que ni le quitarás la etiqueta. Un pantalón que terminará formando parte de la isla de ropa en el Desierto de Atacama.


¿Quiénes somos y a dónde vamos? Música, literatura, teatro… Dentro del sector nos rompemos la cabeza por crear infinita cartelería con títulos estimulantes. Nos desvelamos pensando en cómo hacer el producto más original y llamativo.


Porque, al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene un concierto sin público o un libro que jamás será abierto?

Algunas, hasta posponemos las necesidades primarias para hacer una buena promoción, real y cercana, tal y como permite una isla accesible y familiar. Visitar centros educativos, asociaciones, repartir cartelería, tirar de familia y amistades para la difusión… Llegar y captar como sea. Sin embargo, tras todos los esfuerzos, la asistencia podemos decir que tira a regular.


Pero no lo voy a negar: siento que como consumidora también estoy agotada. Me fatiga el hacer por hacer. El ir por ir. ¿A qué público nos dirigimos? ¿Al que ya existe o al que desearíamos? ¿Se puede modelar? ¿Con la famosa frase de la cultura es transformadora, nos creemos mejores? No, sin lugar a dudas no pretendemos cambiar a nadie. ¡Cuánto menos a toda una sociedad! Pero con un poco de azúcar esa píldora que os dan, pasará mejor y satisfechos probareis. Programar pensando en qué público queremos ir dibujando es vital.


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Por ejemplo, ¿qué sucede con la primera infancia? La escuela no tiene tiempo para divertir. El parque es un lugar. El juego es un derecho y el mejor aprendizaje. Pero no nos conformemos con eso. Un ejemplo son todas esas familias con bebés que buscan una actividad y tienen unas inquietudes que compartir. Un bebé no sabe quejarse y no puede decir: Quiero menos ruido. Necesito un espacio más amable. Sin obviar que en ocasiones se programan actividades dirigidas a la infancia desde un personal que nada tiene que ver con ella en cuestión de formación, sensibilidad y experiencia.


Sin embargo, en cuestión de atención, me preocupa más aún nuestra juventud. Un bebé tiene prácticamente asegurado el cariño y los cuidados esenciales. Aunque exista más alimento que el potaje, puede sobrevivir tomándolo cada día. Eso es lo que tiene lo pequeño, lo delicado. Un cachorro siempre produce más ternura.


Pero, ¿dónde está el lugar para los y las adolescentes?

Los institutos no lo son. Una escuela de idiomas no lo es. Los parques no lo son. Los bares y verbenas, aseguro, no lo son. Suerte el o la joven que se aficione al deporte porque, sin duda, encontrará una mejor oferta. Pero los y las que no hemos nacido con esa inquietud, nos vemos desarrollando nuestras artes en casa. Y por desgracia, en este siglo, cuando las aficiones no se comparten suele terminar cambiándose el lienzo por la pantalla y la ilusión por pereza y apatía.


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Deambular por la calle. Fiestas SIN (alcohol). Un concierto de vez en cuando. Un taller puntual. Una charlita. No hay espacios de reunión ni motivos para reunir. Eventos que dejan poca huella, no crean equipo y, sobre todo, no ilusionan porque no se experimenta un progreso. El efecto es invisible y, si algo está fallando en este momento vital, es la emoción y el asombro. ¿Será anemia lo que tiene El Hierro?


No estamos acompañando. Creemos que no necesitan afecto porque no lo piden. ¿Dejaríamos de arrullar a un bebé porque no nos lo demanda expresamente? Creemos que están estudiando, pero no. Dice la escritora y filósofa Elsa Punset que dejamos que nuestros hijos e hijas hagan desde la pantalla lo que nunca les dejaríamos hacer en la calle: gastar por Internet lo que jamás consumiríamos en una tienda. Ver porno en vez de ir a un prostíbulo o insultar gratuitamente a alguien. Dice la doctora en Educación y Psicología Catherine L’Ecuyer que lo que está fallando es que no educamos en el asombro, que a nuestro cerebro nada le impresiona porque lo ha visto todo. ¿Habrá que dosificar? ¿Habrá que volver a lo primitivo? ¿Al hogar, a las relaciones humanas, a el LIVE real?


La juventud es urgente. Es deber de todos y todas, desde el hogar, la familia, la propia sociedad demandar y crear esa oferta: una alternativa a todo este ruido y, sobre todo, un recuerdo y un motivo para querer regresar. Espacios seguros, amables, con referentes positivos y reales. La crianza es colectiva, es de tribu. Y todo empieza en el ser. Pongamos hierro en este asunto.

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